"Cuántos, no sé... Somos la constelación perdida que camina
lanzando estrellas,
somos la estrella que camina deshecha en luz". de Moraes.

lunes, 21 de marzo de 2011

Un carnívoro cuchillo

Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostiene un vuelo y un brillo
alrededor de mi vida.

Rayo de metal crispado
fulgentemente caído
picotea mi costado
y hace en él un triste nido.

Mi sien, florido balcón
de mis edades tempranas
negra está, y mi corazón,
y mi corazón con canas.

Tal es la mala virtud
del rayo que me rodea,
que voy a mi juventud
como la luna a la aldea.

Recojo con pestañas
sal del alma y sal de ojo
y flores de teñarañas
de mis tristezas recojo.

¿A dónde iré que no vaya
mi perdición a buscar?
Tu destino es de la playa
Y mi vocación del mar.

 Miguel Hernández, en Orihuela. 1934.
De: El rayo que no cesa, Miguel Hernández.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Volviendo al Cyber lar

"Sólo digo que desconfío de los días en que Sol amanece radiante, y los pájaros cantan, en ellos, nada hay de cierto, son puras simulaciones y apariencias de la misma tragedia."

Uno que escribe 'poemas'.

viernes, 22 de octubre de 2010

Felicidad clandestina-Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

viernes, 17 de septiembre de 2010

La despedida

¡Deja que adiós te diga con los ojos,
ya que a decirlo niéganse mis labios!
¡La despedida es una cosa seria
aun para un hombre, como yo, templado!
Triste en el trance se nos hace incluso
del amor la más dulce y tierna prueba;
frío se me antoja el beso de tu boca
floja tu mano que la mía estrecha.

¡La caricia más leve en otro tiempo
furtiva y rápida, me encantaba!
Era algo así cual precoz violeta,
que en marzo los jardines arranacaba.
Ya no más cortaré fragantes rosas
para con ellas coronar tu frente.
Mi amor, es primavera, pero otoño
para mí, por desgracia será siempre.

Johann Wolfgang von Goethe

viernes, 10 de septiembre de 2010

Fantasía para un sábado sin límites (Con un tratado sobre el amor al alcance todos) (Fragmento)

Hay que levantar la vida a fuerza de sábados
a punta de sábados
de sábados maduros y futuros,
de sábados con cresta y alegría,
de sábados con olas y con hilos,
con cohetes y papagayos.


Borrar todos los días y hacer del almanaque
un sábado grande, abierto,
largo, largo,
que el sábado es la almendra bisiesta
y porque la semana está llena de espantapájaros.


Un sábado con lunes grises, martes feos,
con miércoles sin brisa, con jueves sin garbanzos,
con viernes rotos
y domingos heridos,
porque en el sábado hay madera para hacer de él mil años.
Un sábado de vino sin eneros ni diciembres,
un sempiterno y constante sábado.


Yo tuve una novia que no me besaba sino los sábados,
porque su boca estaba llena de azúcares
y sus senos eran dos sábados.
Por eso aquella novia mecánica,
de frutales convites,
se me murió un lunes
y yo no tuve un domingo para llorarla
ni para rezar por sus manos.
Y el día que yo vi, oí y sentí a Dulcinea, 
-que me enredé en sus labios-
fue un sábado de gloria, de dulce de esmeraldas,
un enorme, un inmenso sábado, un prodigioso sábado.
Porque Dulcinea vino de una tierra sin hojas,
de un país sin pantanos,
en donde las golondrinas y los niños
conocen cuando es sábado.
Aquel sábado fértil, de repente,
yo estaba enamorado, definitivamente enamorado,
enamorado como el anillo de su dedo,
como la luz de la bombilla,
como la enredadera de su muro,
como un par de dados.


Porque el sábado es demócrata y risueño,
viste overol  y camisa de nardos
y todo el día se embriaga
y manda sus problemas al diablo.
Se corona de rosas de piedras preciosas,
de besos y de estrellas del todo alcaparrado.

CIRO MENDIA